domingo, 30 de septiembre de 2012

Reencuentro y redespedida.

Nos encontramos mediada la mañana, en la playa.
Llovía en pizcas menudas que bajaban lentas, indecisas, empapándolo todo.
Te fuiste haciendo persona, mientras avanzabas por el otro extremo de la playa.
Hacía mucho tiempo que no nos veíamos, casi nos cruzamos sin reconocernos.
Nos saludamos y desocupamos uno de los paraguas.
Caminamos, hablamos, miramos... mientras el sirimiri, seguía empecinado con su trabajo.
Nos dio la hora de comer.
Fuimos a la Parte Vieja y nos intrincamos entre sus calles, chapoteando más de un charco, siempre juntos, cuerpo a cuerpo bajo el paraguas.
En una tasca nos sentamos ante unos bocatas y agradecimos los olores a fritanga, cuerpos, el serrín del suelo...
Escuchamos conversaciones ajenas, alguna con atención y casi todas olvidándolas al instante.
Se estaba bien en aquel bar, comiendo los generosos bocadillos, mientras ropas y calzados se secaban.
Pasadas más de dos horas, salimos a seguir dando pasos entre la lluvia. Seguía todo igual, las nubes tocaban el suelo.
Subimos a Urgull, revisitando lugares compartidos en nuestra niñez y comentando episodios pasados.
Bajamos por el muelle revisando los barcos uno a uno. Los recordabas, esos y los que ya no estaban.
Volvimos a la playa, compartiendo imágenes repletas de incontables grises que invisibles al Sol, se presentaban ahora en complicidad con secretos silencios que secaban cualquier sonido que quisiera imponerse al producido por las infinitas colisiones de aquel polvo de agua al estrellarse contra lo que encontrara.
A los dos nos gustaba el sirimiri, pasear entre él en silencio y admirar el tinte brillante con que satinaba lo que tocaba.
Llegamos a donde nos habíamos encontrado. Tras un par de minutos de despedida, se volvería a mojar un paraguas, desde hace unas horas cerrado.
Reconocimos las huellas de nuestro encuentro y volvimos a caminarlas, en un juego; así serían rastro de nuestro reencuentro y de redespedida.
La marea estaba casi en ellas.
Seguían tercas, las diminutas gotas posándose en la arena.
Habíamos cambiado, sí. Tú hacía mucho que te fuiste con aquel inglés.
Alto, bien plantado, divertido, con fantásticos proyectos algunos ya cumplidos, sí.
No te pregunté por él y cuando empezaste a mentarlo te pedí que no lo hicieses, fue un impulso y lo respetaste.
Me dijiste que seguía siendo niño, sí.
Con una sonrisa quitaste el punto de tensión producida por mi petición y esa fue la imagen que me quedó de nuestro encuentro. Esa sonrisa, al cobijo de alguna que otra desnuda arruga de tu cara, que en un instante recorrieron mis ojos, gozándolas una a una.

Y ¡ya!, se iba a acabar todo.
Joder, no quería despedirme y creo que tú tampoco.
Nos quedamos mirándonos en silencio, alguna lágrima se escondió entre las gotas de lluvia...
Y en eso, ocurrió algo que decidió el cómo de nuestra silenciosa despedida:
En un instante se detuvo el sirimiri que nos había acompañado todas las horas y por una grieta en el cielo cayó un rayo de sol, de los últimos.
Al unísono miramos hacia arriba, después el uno al otro y nos regalamos una silenciosa sonrisa y de ella un beso, entre un abrazo mojado.
Una pequeña ola llegó hasta nuestras huellas deshaciéndolas en un instante.
Retomamos nuestros caminos.

Mientras subía las escaleras abandonando la playa, de nuevo empezó a llover,
volví mis ojos hacia ti,
pero ya no te vi,
otra vez la niebla lo ocultaba todo.