En la mesa de al lado estaba un antiguo amigo de la infancia, Josema. A pesar de que vivimos en el mismo pueblo no nos vemos más que de ciento en viento, y antes de siquiera saludarle le he canturreado con una sonrisa:
“…pero vienen los Barrero…”
a lo que el ha respondido de la misma manera:
“…
y el buen tiempo se fastidiaaa…”
De seguido nos hemos tenido que ir a cubierto y allí les he contado a mis amigos el porqué de aquel intercambio de estribillos entre Josema y yo.
Les he relatado como los padres de Josema, los míos y otros más, fuimos desde muy pequeños al mismo camping (Camping “Pirineos”, muy cerca de Santa Cilia de Jaca) dónde pasábamos gran parte del verano con nuestras madres, mientras los padres iban a trabajar los laborables y volvían al camping los fines de semana.
En esa cuadrilla de padres, había una pareja que no tenían hijos y que cantaban muy bien. Nos juntábamos muchas veces todos a cantar por la tarde antes de cenar. El, -Iñaki-, tocaba la guitarra y cantaba, mientras ella, -Marilén-, cantaba, fumaba, bailaba y reía sin parar.
Había una canción que se repetía cada vez que se ponía a llover, tan a menudo en forma de exuberantes tormentas de verano. De esa canción recuerdo sólo dos estrofas.
La primera es:
Santa Cilia, Santa Ciliaaaa, viva el camping en familiaaaa…
y la otra:
…pero vienen los Barrero y el buen tiempo se fastidiaaa…
Esta última estrofa se cantaba a pleno pulmón y retranca por parte de todos los asistentes para regocijo general e incluso cierto orgullo familiar por el protagonismo, mientras nuestro querido hermano Javiertxo se mondaba como nadie más era capaz de hacerlo.
Si, yo me apellido Barrero.
A mis amigos -Alazne y Txelu- la historia les ha divertido. Poco después Josema se ha ido y nos hemos despedido ambos con esta picaresca compartida.
Pero voy a relatar otra cosa que me ha venido de muy adentro de mi memoria.
Hace ya muchos de aquellos largos veranos en el camping de los que recuerdo bastantes cosas. Además de esta anécdota de los estribillos que acabo de referir, hay una muy especial y difícil de plasmar con letras, aunque lo voy a intentar.
Entonces y allí en el camping no había electricidad, únicamente unas pocas bombillas y casi siempre algunas rotas o fundidas, que estaban repartidas por entre los árboles y tiendas de lona. Prácticamente no había caravanas y no existían las mobilhomes. Para tener algo de luz se utilizaban velas, linternas y pequeñas bombonas de gas propano azules, que tanto valían como hornillos (campingas), como para dar luz (lumigas), no había más que cambiar de soporte. Hoy en día siguen existiendo como lo hacen los buenos ingenios.
Por la noche en cada tienda se respetaba el silencio que llegaba con el abandono del sol por entre los árboles en aquellos maravillosos atardeceres, al igual que lo hacía el agua del cielo en los broncos chaparrones de verano.
Y con su primer aliento, se desperezaban los sonidos propios de ella, comenzando a escucharse la juerga de los grillos, el ulular de las lechuzas, con brisa el ruido de las hojas y otros rumores que por el traqueteo del día pasan desaparecidos.
A la llegada de la oscuridad las conversaciones bajaban de grado y las pupilas se agrandaban, la cena esperaba tapada con trapos de cocina sobre la mesa metálica. Toda la familia estábamos ya sentados dispuestos a todo y era el momento al que tanto estoy tardando en llegar, previo al destape de la habitual tortilla de patatas: el del encendido del lumigas.
El lugar escogido normalmente para el pequeño artilugio iluminador de gas encopetado con un sombrero de cristal, era en el centro de la mesa. Recuerdo su encendido como una pequeña ceremonia en la cual mi padre habría la espita y acercaba una cerilla ante coro silencioso de nuestras miradas, fijadas en el punto que estaba a punto de transformarse en un derroche de clarividente fuego blanco. El momento crucial llegaba al mezclar gas y fuego emitiendo un sonido tal que así: “PLCHSSSS”
Después de la pequeña explosión se hacía la luz con su hipnótica voz gaseosa.
Yo me quedaba embobado un pequeño tiempo en el cual una sensación honda agudizaba varios de mis sentidos. Puede que fueran resquicios innatos en mi, pero herencia adquirida de mis antepasados hacía miles de años, durante los cuales la luz de la hoguera daba paso al comer, al calor, al abrigo del fuego protector, al paso de los relatos de los acontecimientos del día y los planes del mañana, del recuerdo de historias pasadas que tan importantes eran para el conocimiento y de otras que aunque no siempre ciertas servían como estimulantes del desarrollo de la imaginación y el pensamiento. En suma, el momento del agradecimiento por otro día vivido, antes de que el sopor se posara sobre los párpados para así transitar hacia la otra vida, la de los sueños que no se dejaban domesticar y tanto se podían adorar como espantar. Era el tiempo de recolección para nuestra espiritualidad con sus misterios, mentiras, acertijos y aciertos. De aquellos antiquísimos fuegos seguían calientes sus brasas y su crepitar en mi memoria.
Yo por entonces no lo sabía pero ahora en este rato de soledad y recuerdos me gusta pensar que si, que la pequeña explosión del lumigas dadora de luz, con su siseo de serpiente que me dejaba paralizado -al igual que Mowgli y Kaa en el cuento de Rudyard Kipling-, era la razón de todo esto que ahora escribo.
Si, era eso, exactamente eso.